España: cuando la extrema derecha amenaza con desbordar ante el Gobierno débil de Pedro Sánchez y una izquierda en repliegue

Andrés Gil

Había un mito. Que España estaba vacunada contra la extrema derecha. ¿Por qué? Porque el franquismo sociológico se cobijaba en las siglas del Partido Popular; porque las cuatro décadas de franquismo hacían impensa-ble volver a una España en blanco y negro y porque la pulsión impugnato-ria ante la crisis de régimen, gracias al 15M, se había conducido por la iz-quierda.

Era correcto en su tiempo – pero los tiempos cambian.

Y ha sido ahora, el 2 de diciembre, en la tierra donde la izquierda siempre ha sido más hegemónica, en Andalucía, con un PSOE omnipresente, en el bastión histórico de Izquierda Unida y allá donde Podemos sacó sus mejo-res resultados en las primeras elecciones autonómicas a las que se presentó en 2015.

Allí, en Andalucía, ha irrumpido la extrema derecha en las elecciones por primera vez desde la reinstauración democrática de 1977: Vox, escisión por la derecha del PP; más semejante al tardofranquismo que al populismo de extrema derecha que ha prendido en países como Italia; más liberal que proteccionista –como pudiera ser también la extrema derecha francesa, es-tatalista–.

Los 12 escaños andaluces de Vox son vitales para llevar al PP y a Ciuda-danos a la presidencia de una comunidad autónoma de 8,5 millones de habitantes y de un tamaño equivalente al de Portugal –pero en horizontal–. Y lo harán poniendo sobre la mesa los principales ejes de la extrema dere-cha en toda Europa: muros a la migración; discurso alarmista en seguridad interior; criminalización de lo islámico –hasta el punto de pedir que el Día de Andalucía conmemore la Reconquista–; y combate al feminismo –ideología de género, lo llaman–.

En 2014 y 2015 parecía que la impugnación llegaba por la izquierda, que el desborde se producía más allá de los límites de la socialdemocracia, que el espíritu constituyente del 15M redibujaba el mapa político español co-nocido hasta el momento: con una monarquía tambaleándose hasta el pun-to de que Juan Carlos abdicó tras las elecciones europeas de 2014 acosado por los escándalos financieros y de corrupción; con un PP y un PSOE muy lejos del 80% que sumaban ambos no hacía tanto –ahora las encuestas les dan menos del 45%–; con una Izquierda Unida que no supo leer el mo-mento político y apostó por el enroque a la interna en lugar del afuera y los nuevos liderazgos; y con un Podemos y unas candidaturas municipalistas que transformaron en votos esa impugnación y ese espíritu constituyente que proponía una nueva gramática política ante el agotamiento del régimen del 78, sus estructuras, su bipartidismo, las consecuencias de las políticas de austeridad y los escándalos de corrupción.

Podemos acumulaba a finales de 2015, cinco millones de votos; IU retuvo su millón y, entre ambos, ganaron los ayuntamientos de las principales ciudades españolas, como Madrid y Barcelona.

Pero esa ilusión en recuperar la democracia y el poder para la mayoría–como diría Jeremy Corbyn–; para los de abajo –como decía Podemos–; pa-ra las clases populares –que dice Izquierda Unida– se enredó en 2016 y se nubló el horizonte.

Ni Mariano Rajoy (PP) ni Pedro Sánchez (PSOE) fueron capaces de sumar una mayoría en torno a sí para formar Gobierno, y las elecciones se repi-tieron en junio de 2016 con varias consecuencias: el PP ganó votos en de-trimento de Ciudadanos; el PSOE siguió retrocediendo y la confluencia entre Podemos e IU les hizo conservar los escaños, aunque se perdieron por el camino 1 millón de votos. Todo estaba como antes, salvo que la dis-tancia entre el PP y el resto había aumentado.

Así las cosas, Rajoy consiguió la investidura, gracias a que las estructuras más institucionales del PSOE sacaron de la secretaría general a Pedro Sánchez y, con su abstención, permitieron que Rajoy fuera presidente.

Pero fue una victoria corta, porque el PP seguía empantanado en los tribu-nales por sus casos de corrupción; porque Pedro Sánchez resucitó de sus cenizas y ganó el congreso del PSOE de 2017 y con esa victoria se ponía fin a la gran coalición de facto entre PP y PSOE.

De repente, Rajoy estaba en Moncloa pero tenía el Congreso en contra; gobernaba, sí, pero la sensación de soledad era total.

La puntilla llegó por la sentencia del caso Gürtel, que acreditaba la trama de corrupción en el Partido Popular, y por la ambición de Pedro Sánchez, ya liberado de las ataduras de sus líderes regionales que en 2015 le empu-jaron a un pacto sin futuro con Ciudadanos –el mismo Ciudadanos que lle-ga a la presidencia de Andalucía gracias a los votos de la extrema derecha de Vox– y le impidieron pactar con su izquierda –Podemos e IU– y los in-dependentistas.

2018 no era 2016, y Sánchez se la jugó al pacto de San Sebastián. Y le sa-lió bien.

La oposición republicana al régimen de Alfonso XIII, incluidos nacionalis-tas catalanes y gallegos, selló el Pacto de San Sebastián que sentó las bases de la Segunda República. Era agosto de 1930.

Mayo de 2018. La oposición de izquierdas al Gobierno de Mariano Rajoy, incluidos nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, tumba al PP y coloca en Moncloa al socialista Pedro Sánchez.

Sin embargo, a diferencia de aquel Pacto de San Sebastián de hace 80 años, el pacto de la moción de censura a Mariano Rajoy no está, de mo-mento, sentando las bases de un nuevo proyecto de país. No ya constitu-yente, como ocurrió en los años 30; ni siquiera está sirviendo para el día a día, porque la coalición que aupó a Pedro Sánchez al Gobierno no le da los votos para gobernar.

El Pacto de San Sebastián, reeditado de alguna manera en la moción de censura, suponía un nuevo horizonte constituyente sobre la base de una alianza entre las izquierdas y las fuerzas nacionalistas: por primera vez, se ponía la cuestión territorial como elemento clave de la configuración de un proyecto de país.

Cuando Pedro Sánchez recibió los votos de nacionalistas e independentis-tas en la moción de censura a Mariano Rajoy, lo hacía con un proceso ju-dicial abierto contra el independentismo catalán que tiene políticos presos en prisión preventiva y líderes en el exilio para evitar la cárcel. Están acu-sados de un delito de rebelión por haber estado a la cabeza de la moviliza-ción social y política a favor de la independencia catalana que culminó con el referéndum del 1 de octubre de 2017 y la posterior intervención de la autonomía catalana por parte del Gobierno de Rajoy con el apoyo del PSOE y Ciudadanos en virtud de la aplicación del artículo 155 de la Cons-titución, algo que no había pasado nunca en 40 años desde la reinstaura-ción democrática en España.

Y, hoy, meses después de que Pedro Sánchez jurara su cargo. –el 2 de ju-nio–, la situación catalana sigue igual que cuando llegó a Moncloa: con políticos presos en prisión preventiva y políticos exiliados para evitar la cárcel.

Esta situación es clave para entender por qué el Gobierno de Pedro Sánchez en lugar de suponer un hilo con el espíritu constituyente aquel Pacto de San Sebastián, se está quedando en tierra de nadie. Y más aún cuando Sánchez se siente tan permeable a la presión del tripartito conser-vador –PP, Ciudadanos y Vox– no sólo son Catalunya, sino en un asunto tan representativo como Venezuela, hasta el punto de situarse a la cabeza de la UE en el alineamiento con la política exterior de Donald Trump y de los gobiernos conservadores de América Latina.

La primera consecuencia del enquistamiento del problema catalán es que el Gobierno parece incapaz de aprobar la ley más importante y la que más le puede distinguir con la derecha, la de Presupuestos, la que jerarquiza las prioridades del gasto.

Después de haber pactado un proyecto presupuestario con Unid@s Pode-mos que incluía medidas tan significativas como la subida del Salario Mínimo Interprofesional a los 900 euros –a partir de ahora, nadie en Espa-ña puede cobrar menos de 900 euros al mes, lo que supone una subida de 200 euros mensuales– o la equiparación de las pensiones a la inflación –desde el comienzo de la crisis, hace una década, las pensiones dejaron de actualizarse de acuerdo con el coste de la vida, incluso hubo años de con-gelación–, a Sánchez no le salen las cuentas porque sin los votos indepen-dentistas catalanes no puede gobernar.

Y esos votos es difícil que lleguen mientras el líder de Esquerra Republi-cana de Catalunya, Oriol Junqueras, esté en la cárcel y el expresident de la Generalitat Carles Puigdemont, en Waterloo (Bélgica).

Aun así, Sánchez con sólo 84 diputados de 350, ha decidido acelerar tras el resultado de las elecciones andaluzas, que han evidenciado que la extrema derecha no sólo no es una anécdota en España, sino que amenaza con ca-nalizar la pulsión impugnatoria de manera decisiva hacia la derecha, que el desborde ya no está siendo por la izquierda, sino que está llegando por la derecha. Y que las derechas suman, que el pacto andaluz puede exportarse tras las autonómicas y municipales de mayo de 2019 de dar la vuelta al mapa de poder institucional en España.

El PSOE pierde Andalucía después de 36 años en el Gobierno; los andalu-ces no han conocido otro presidente autonómico que no fuera socialista. Lo que anuncia el pacto andaluz puede ser demoledor para las izquierdas en términos de poder institucional.

Y Sánchez ha decidido correr.

Su Gobierno se caracterizaba, en ausencia de apoyo parlamentario, en la representación hacia afuera. Es un Gobierno que no nace de la fontanería de Ferraz, que no responde a los equilibrios clásicos del partido, con cuota para familias y federaciones regionales. Al contrario, es un Gobierno de Moncloa y para Moncloa; es un Gobierno diseñado con pensamiento es-tratégico político, no hinca sus raíces en el partido.

Así, Sánchez formó el primer gobierno de la historia de España con más mujeres que hombres; con independientes –Máxim Huerta y José Guirao en Cultura; con Nadia Claviño, en Economía; el magistrado Fernando Grande-Marlaska, en Interior–; y hasta con un astronauta –Pedro Duque, en Ciencia–. Incluso, para puestos secundarios, ha seducido a algunos per-files tradicionalmente en la órbita de Izquierda Unida, como Luis García Montero –poeta, ex candidato de IU a las elecciones autonómicas de Ma-drid en 2015– está al frente del Instituto Cervantes, y Joan Herrera –ex co-ordinador de ICV, aliado de IU y Podemos en Catalunya– ha sido nombra-do director general del Instituto para Diversificación y Ahorro de la Energ-ía en el Ministerio de Transición Ecológica.

Es verdad que el deslumbramiento de la representación le duró poco a Sánchez: en las primeras semanas dimitieron dos ministros, algo inédito en la historia reciente española.

El primero fue el ministro de Cultura, Máxim Huerta, periodista televisivo al que se le descubrió que había sido multado por Hacienda por fraude fis-cal. La segunda fue la ministra de Sanidad, Carmen Montón, quien recibió trato de favor en un máster en la Universidad Rey Juan Carlos.

No han sido los únicos escándalos, pero Sánchez ha decidido dejar de des-tituir ministros.

Además de los casos anteriores, se ha sabido que tanto Pedro Duque como Nadia Calviño compraron sus viviendas a través de sociedades patrimonia-les, para así pagar menos impuestos. También se ha conocido que el minis-tro de Exteriores, Josep Borrell, ha sido multado por la Comisión del Mer-cado de Valores por información privilegiada en la venta de acciones de Abengoa cuando era miembro del consejo de administración de la socie-dad. Y han circulado numerosas grabaciones de la ministra de Justicia, Do-lores Delgado, en las que se evidenciaba su relación fluida con algunos protagonistas de las cloacas del Estado, como el ex comisario José Manuel Villarejo, quien se encuentra en una fase de tierra quemada difundiendo audios en los que se evidencian comportamientos censurables de políticos, empresarios, banqueros y hasta de la supuesta amante de Juan Carlos, el rey emérito, Corinna zu Sayn-Wittgenstein.

El hielo es fino y Sánchez quiere correr rápido. Su afán es agotar la legis-latura. Siempre quiso llegar a Moncloa, y lo ha logrado tras haber sido de-sahuciado por los suyos. Dio a entender que la moción de censura de mayo de 2018 iba a conducir a unas nuevas elecciones generales, pero tanto la conformación de su gobierno como su actitud desde el primer día eviden-ciaron que su voluntad es aguantar hasta el final.

Y aguantar en movimiento, como si estar parados significara salir por la puerta de La Moncloa: Sánchez y su gobierno tienen una agenda interna-cional extenuante, no se pierden casi ningún consejo europeo de ministros y el presidente ha viajado hasta a Cuba, a donde no iba un presidente espa-ñol desde la época de Felipe González.

En ese aguantar en movimiento, con los exiguos 84 diputados en el Parla-mento, con la amenaza creciente de la extrema derecha haciendo pinza vic-toriosa con PP y Ciudadanos, Sánchez se ha lanzado al examen parlamen-tario de sus presupuestos: sería la primera vez que un presidente del Go-bierno se mantiene en el cargo si los presupuestos son derrotados en el Parlamento.

La jugada del Gobierno con los presupuestos, al día siguiente del resultado de las elecciones andaluzas, aboca a dos escenarios: el primero, muy difí-cil, sería conseguir que los independentistas voten los presupuestos ante la presión y el miedo del momento y se agote la legislatura. El segundo esce-nario, más probable, es que el independentismo no los aprueba y Sánchez disponga de un relato para ir a elecciones muy rápidas cuando la izquierda está aún en shock por el efecto de Vox y puede apelar a una gran movili-zación electoral para frenar a la extrema derecha.

En todo caso, si el escenario de 2014 supuso la decantación del espíritu constituyente del 15M por la vía de la profundización democrática en la política y la economía y alteró por completo el mapa político imperante en España desde 1977; cinco años después el tablero ha vuelto a darse la vuelta con la irrupción de la extrema derecha al comienzo de un ciclo elec-toral plagado de incertidumbres y temores.

Ante esos temores e incertidumbres, las direcciones estatales de Podemos e IU han reafirmado su voluntad de confluencia y cooperación. La rueda de prensa en la noche electoral del 2 de diciembre en la sede de Podemos protagonizada por Pablo Iglesias y Alberto Garzón fue elocuente: vienen malos tiempos políticos y es mejor agrupar fuerzas. La sintonía entre Igle-sias y Garzón pasa por uno de sus mejores momentos, pero otra cosa es en los niveles intermedios: las dificultades para concretar esa unidad en can-didaturas municipales y autonómicas están siendo muy grandes y el esce-nario de la competición electoral está abierto en muchos lugares.

Y es que Podemos, IU y sus aliados afrontan este ciclo sin la ilusión de 2014, con la certeza de que ganar parece más difícil que entonces y que el escenario es más de conservar posiciones que de conquistar nuevas coli-nas; que el blitzkrieg (Bewegungskrieg) de 2014 y 2015 ha dado paso a una guerra de posiciones y de trinchera al que se ha sumado un enemigo inesperado y que inclina el país hacia la derecha.

Y más aún tras el movimiento de Íñigo Errejón en Madrid, creando un es-pacio político nuevo de la mano de la alcaldesa, Manuela Carmena, llama-do Más Madrid y al margen de Podemos, y cuya principal característica es jugar a la competencia virtuosa con el PSOE intentando seducir a sus vo-tantes y empujar hacia el rincón izquierdista a Unid@s Podemos.

Ese movimiento de Errejón de ruptura con su partido y de Carmena, con los aliados que le llevaron a la alcaldía, ha supuesto un terremoto en la iz-quierda madrileña a tres meses de las elecciones.

Pedro Sánchez ha colocado de candidato a la alcaldía de Madrid a un en-trenador de baloncesto, Pepu Hernández, conocido y popular, ante la pers-pectiva de que Carmena ya puede ser vulnerable: su tándem con Errejón puede propiciar que Podemos se descuelgue de su candidatura y que IU, Anticapitalistas y otros movimientos sociales monten una candidatura pa-ralela al Ayuntamiento. Y en clave autonómica, cabe la posibilidad de que Errejón vaya por libre y Podemos e IU en otra candidatura. Queda tiempo, pero las heridas están muy recientes y queda poco margen para sellar una paz que no parezca electoralista entre quienes están llamados a entenderse, ya sea antes o después de las elecciones… Con el riesgo de que ese movi-miento de Errejón quede abortado tras las elecciones del 26 de mayo o, si tiene éxito –que Carmena conserve la alcaldía y él supere a Podemos en las autonómicas–, se configure como una escisión a escala estatal de Po-demos.

¿La clave para los próximos meses para IU y Podemos? Recuperarse del golpe de Errejón y Carmena, recuperar el espíritu participativo de 2015 frente al personalismo del nuevo partido, conservar los principales gobier-nos municipales de que dispone –y eso que está por ver si el 26 de mayo considerarán propio el ayuntamiento de Madrid tras la ruptura de Errejón y Carmena– y morder poder institucional no para apuntalar gobiernos socia-listas, sino para transformar en poder y capacidad de influencia el capital logrado en las urnas: en este sentido el escenario de guerra entre Podemos y Errejón en Madrid puede tener consecuencias negativas para Unid@s Podemos en el resto de España.

A diferencia de 2014 y 2015, las expectativas no son tan buenas, y tampo-co el entusiasmo y la ola de desborde que llenó las urnas en muchos luga-res. La ilusión está envejecida por el desgaste institucional, ya sea en el poder –con la inevitable decepción de los más activistas más afines– o en la oposición –atrapados en la agenda marcada por el oponente–. Pero el temor a la extrema derecha, al retroceso en libertades y derechos civiles, el espíritu de la lucha antifascista y la polarización pueden traducirse en un acicate para la movilización social y electoral.

Mientras tanto, España ha girado, empujada por la irrupción de la extrema derecha y ha situado el mapa político en un territorio desconocido hasta el momento. Se paso el momento en el que la salida a la crisis económica y democrática en España llegaba por el desborde por la izquierda. De mo-mento, según la radiografía del voto en Andalucía, la extrema derecha ha crecido en feudos tradicionales de la derecha y buena parte del voto de la izquierda se ha ido a la abstención. Pero, quizá, ahora en España, empiece a ver perdedores de la austeridad y la globalización que quieran apuntarse a un nuevo caballo. Un caballo que, esta vez, sí, sea ganador, aunque vaya desbocado y por la extrema derecha.

Andrés Gil, corresponsal en Bruselas de eldiario.es