Coalición rojinegra en Alemania: último intento de mantener el statu quo
A la vista del ascenso de la derecha a nivel mundial, la reciente coalición de Gobierno compuesta por la Unión Cristianodemócrata (CDU) y el partido socialista (SPD) aparece como un último intento de preservar el statu quo. Ambos partidos juntos representan solo el 45 por ciento de los votos emitidos, y eso supone una pérdida de confianza que no podría ser más dramática, ya no hay nada «grande» en esta coalición. Y tampoco hay indicios de que las cosas vayan a mejor durante el próximo periodo de legislatura. Una economía estancada y unos gastos de armamento que ahora suman 80 000 millones de euros anuales seguirán acrecentando la presión sobre las partidas sociales. ¿Con qué programa quiere afrontar la crisis el nuevo Gobierno? ¿Qué evolución cabe esperar en el ámbito político? Y ¿cómo debe reaccionar la izquierda social ante ella? A continuación, exponemos las perspectivas que ofrece la situación.
Regreso al pasado con el acuerdo de coalición
Si queremos resumir críticamente en qué consiste el acuerdo de coalición de la CDU y el SPD[1] podríamos formularlo así: vuelta al pasado en política económica combinada con un racismo utilitarista y un rearme masivo hacia el interior y hacia el exterior.
En el acuerdo se ha dado mucho espacio sobre todo al primero de esos tres puntos. Las primeras 45 páginas del total de 146 que lo componen giran casi exclusivamente en torno a la cuestión de cómo asegurar a las empresas alemanas las mejores condiciones posibles para la inversión y para el aprovechamiento de sus capacidades.
La política económica de la coalición solo se rige por una máxima: crecimiento. Como si no hubiera una crisis climática y medioambiental que pronto acarreará enormes costes económicos.
Se rechaza toda regulación legal que pueda suponer la más mínima presión sobre las empresas para conseguir una transformación controlada de su modelo industrial. En lugar de eso, la CDU y el SPD apoyan al sector del automóvil —incluida la tecnología de combustión condenada a desaparecer— como «industria clave y garante de puestos de trabajo para nuestro país». Se promete una «exoneración de cargas a las empresas» mediante la rebaja de impuestos y contribuciones, así como un «paquete de precios de la energía eléctrica» que prevé la reducción de los costes energéticos en favor de las industrias exportadoras.
Los pocos proyectos sociales y ecológicos que finalmente había decidido llevar adelante la coalición semáforo se retiran, por ejemplo: la «Ley de diligencia debida de las cadenas de suministro», que tenía como objetivo acabar con la explotación laboral por parte de los proveedores extranjeros, la «Ley de la calefacción», destinada a reducir las emisiones de CO2 generadas por los edificios, y el «Dinero ciudadano», que se transformará en una «nueva ayuda básica para las personas que están buscando trabajo» con una aplicación de sanciones bastante más dura en la práctica. El objetivo de este nuevo respaldo básico consiste en «mejorar los incentivos para trabajar», es decir: mediante una mayor presión por parte de las instancias administrativas se relegará más rápidamente a los perceptores y perceptoras de prestaciones sociales al sector de salarios bajos. Estas medidas, que amplían el margen de maniobra del capital a costa de los trabajadores y trabajadoras y del medio ambiente, se venden como «reducción de la burocracia». Todo lo que podría garantizar los derechos sociales o poner límites a las industrias fósiles es un lastre político.
“El acuerdo de coalición sella un retorno al pasado en política económica, conjugado con un racismo utilitarista y un rearme masivo hacia el interior y hacia el exterior.”
Mientras que el Estado debe renunciar a funciones de control frente a «la economía», en el ámbito de la política de interior y seguridad se promete nada menos que un «cambio de época» que conllevará la expansión de los instrumentos de vigilancia. A la vista de esta situación, en un artículo aparecido en el diario nd, el periodista Matthias Monroy ha calificado la nueva alianza de gobierno como la «Gran coalición del control» y ha esbozado así los cambios más importantes: el derecho penal se endurecerá para proteger a los cuerpos policiales y de salvamento, la Policía federal recibirá instrumentos de vigilancia digitales («vigilancia de fuentes en las telecomunicaciones») para luchar contra delitos graves —entre los que también se encuentra el apoyo a la migración ilegal, a menudo calificada como delito de tráfico de personas. También se prevé una vigilancia biométrica reforzada para llevar a cabo pesquisas y persecuciones penales, así como el empleo de inteligencia artificial para comparar rostros en Internet, y la «identificación biométrica remota» en el espacio público. Se reforzará el conjunto de las instancias encargadas de la seguridad, se ampliarán sus atribuciones y se facilitará la cooperación entre ellas, lo cual puede socavar aún más el imperativo de separación entre la Policía y los servicios de inteligencia, garantizado por el derecho constitucional. Todo esto culmina en un grandilocuente anuncio: «Por lo que respecta a los enemigos de la democracia, rige el principio de ‹tolerancia cero›».
No es ningún secreto contra quién se dirigirá la «ofensiva de seguridad» anunciada. Desde los años 70 la derecha neoliberal apuesta a nivel internacional por una política que combina de forma consecuente el desmantelamiento de las infraestructuras sociales, el rearme de los aparatos policiales y la narrativa racista. En 1878 el experto en ciencias sociales y crítico del racismo Stuart Hall ya perfiló minuciosamente esa interconexión referida a Gran Bretaña y hablaba de una «policialización de la crisis» (Policing the Crisis[2]). Este proceso consiste en tener en jaque a la población con pocos recursos, que sufre especialmente las consecuencias de las reformas económicas y está compuesta predominantemente por migrantes, mediante una ampliación de las atribuciones de la Policía. Esa política se legitima creando un ambiente que Stuart Hall denomina «pánico moral» frente a jóvenes que supuestamente son extremadamente peligrosos.
50 años después se puede observar una evolución muy parecida en Alemania: a pesar de que se registra una tendencia a la baja en las tasas de criminalidad, el nuevo Gobierno se ha apropiado de la narrativa de derechas, según la cual en Alemania existe una especie de situación de emergencia. Esta «ofensiva de seguridad» tiene en el punto de mira, como era de esperar, a los y las migrantes que han llegado a Alemania por motivos económicos procedentes de países no europeos. Si bien es cierto que, según el acuerdo de coalición de la CDU y el SPD, tiene que seguir llegando «inmigración cualificada» a Alemania para «garantizar la base de mano de obra especializada», la «migración irregular» se considera, al igual que hace la derecha, una amenaza para la convivencia social.
En este sentido se pondrá fin a los programas de acogida y a la reagrupación familiar, que en muchos países ya hace tiempo que no existe debido a la imposibilidad fáctica de acceder a las embajadas. Se reintroducirá el rechazo en las fronteras con otros países de la UE y se pondrá en marcha una «ofensiva de repatriación» en la que se apuesta por la detención en masa de inmigrantes irregulares. La coalición quiere «agotar todas las posibilidades de aumentar las capacidades destinadas a la detención previa a la expulsión y organizar las posibilidades de detención y custodia de forma más acorde con las condiciones existentes en la práctica». También se reforzarán las herramientas de represión contra los alemanes de origen migrante. En la lucha contra la «criminalidad de los clanes» se impondrá una «inversión completa de la carga de la prueba incluyendo el patrimonio de origen dudoso» —lo cual da vía libre a la arbitrariedad contra las familias migrantes, que a menudo son consideradas de forma estereotipada como «clanes» por parte de las instancias administrativas alemanas. En ese mismo sentido apunta también el anuncio de que en el futuro no solo los materiales explosivos, sino también los cuchillos se considerarán objetos destinados a la preparación de ataques terroristas. Curiosamente, el acuerdo de coalición no menciona en ningún momento los enormes arsenales de armas que se encuentran periódicamente en posesión de grupos de extrema derecha.
Comparado con lo que acabamos de exponer, el apartado dedicado al rearme del ejército alemán se aborda de forma mucho más discreta. Aunque se ha eliminado el freno de la deuda para los gastos militares y se ha anunciado un claro aumento del presupuesto de guerra, hay que leer con cautela las formulaciones empleadas: «Crearemos todas las condiciones necesarias para que el ejército pueda cumplir sin limitación alguna la tarea de defender el país y la Alianza. Nuestro objetivo es que el ejército federal aporte una contribución esencial a la capacidad defensiva y disuasoria de la OTAN y se convierta en un modelo entre nuestros aliados. La situación amenazante que hemos descrito nos obliga a aumentar los gastos de defensa con finalidad disuasoria. Nuestro objetivo a largo plazo sigue siendo nuestra adhesión al control del armamento, a la no proliferación de armas y al desarme». Desde luego, no suena a ardor guerrero. Pero no está claro si este comedimiento se debe a una concesión de la CDU a la SPD o a la nueva constelación geopolítica tras la victoria de Donald Trump, que ha hecho que ya no parezca aconsejable mostrarse demasiado agresivos frente a Rusia.
Viento en popa para la AfD, ¿amenazará la implosión de la CDU?
En este momento ya se puede pronosticar que la AfD proseguirá su ascenso bajo el nuevo gobierno. La principal causa de ello es la crisis del modelo industrial alemán, que podría seguir acentuándose debido por lo menos a tres motivos: primero, teniendo en cuenta el ascenso de China, la creciente competencia geopolítica y el nuevo proteccionismo estadounidense, la dependencia de las exportaciones que sufre la economía, deseada políticamente durante décadas, se revela cada vez más como un problema. Segundo, las industrias clave alemanas se han quedado descolgadas del proceso de transformación hacia un «capitalismo eléctrico» (Birgit Mahnkopf[3]). Sobre todo, el vertiginoso aumento de la importancia del «nuevo trío» (energías renovables, tecnologías de almacenamiento, movilidad eléctrica) en China consigue que las estructuras industriales fósiles de Alemania resulten anticuadas y pronto nos podrían hacer perder mercados de venta internacionales. Tercero, el capitalismo global se halla sumido en una funesta crisis. Las consecuencias ecológicas de sus modos de producción y de vida socavan sus propios fundamentos materiales: los recursos son cada vez más escasos y están más disputados y el abastecimiento de productos alimenticios es menos seguro.
Sobre este trasfondo, el miedo a la regresión seguirá cobrando importancia en la sociedad. Y precisamente ese es el caldo de cultivo de la extrema derecha, que sabe canalizar la inseguridad general mejor que ninguna otra fuerza política. Es cierto que su estrategia, consistente en acelerar aún más las dinámicas de destrucción capitalistas bloqueando el abordaje de las causas de la crisis, tiene consecuencias catastróficas. Pero ese programa político de negación general de la realidad se amalgama con un anhelo muy extendido de conservación del statu quo. Y este proceso se ve favorecido por el hecho de que el nuevo Gobierno ratifica elementos centrales de la narrativa de AfD. Así, la coalición rojinegra contribuye en primer lugar a reforzar la falsa esperanza de que aún es posible continuar con el modelo industrial existente y, en segundo lugar, apoya la afirmación racista de que la existencia de una subclase («migración irregular») es la causa de la crisis social.
La coalición rojinegra contribuye a reforzar la falsa esperanza de que aún es posible continuar con el modelo industrial existente y apoya la afirmación racista de que la existencia de la migración es la causa de la crisis social
El fascismo, que en los años 30 ya se apoyó en la paradójica promesa de una transformación radical de la sociedad sin tocar las relaciones de poder fundamentales, solo puede beneficiarse de esta constelación. Mientras el centro político haga todo lo posible para mantener fuera del debate público las relaciones de redistribución entre arriba y abajo a pesar de la creciente inseguridad social, la crisis puede traer consigo un mayor crecimiento de la extrema derecha.
Es completamente realista pensar que esta evolución pronto abocará a una crisis existencial al partido más importante de Alemania, a saber, la Unión Cristianodemócrata. El hecho de que el secretario general de la CDU Carsten Linnemann, especialmente próximo al capital y a los lobbies, haya renunciado al cargo de ministro, apunta a cómo planea proceder el ala derecha de la CDU. Si, como es de esperar, la crisis económica continúa, hará responsable de ella a las concesiones al SPD y ejercerá presión desde fuera para provocar un cambio de rumbo. Entonces podría caer el «cortafuegos» frente a AfD y la CDU trataría de forjar las primeras alianzas con la extrema derecha a nivel de los länder.
Hasta ahora, en ningún lugar de Europa la cooperación con la extrema derecha ha resultado ser eficaz para detener la pérdida de votos de los partidos conservadores. Si la CDU sigue quedando rezagada tras la AfD, como indican ya las primeras encuestas, son de esperar considerables movimientos de retirada. En Italia, Francia y Holanda hemos visto lo rápido que pueden descomponerse partidos democristianos y liberal-conservadores cuando se consolida la competencia a su derecha.
La CDU podría encontrarse con que la socialdemocracia, remitiéndose a una supuesta crisis de Estado inminente en caso de una ruptura de la coalición, esté dispuesta a tragarse prácticamente todos los sapos imaginables. Por eso, seguirá haciendo responsable de la crisis al SPD, que, con el 16,4 por ciento de los votos, solo es el tercer partido más fuerte. La radicalización del centro político —según Infratest / Dimap, en las pasadas elecciones al Bundestag un millón de votantes de la CDU, 890 000 de FDP y 720 000 votos del SPD pasaron al partido de extrema derecha AfD— entra en una nueva fase dramática.
Posibles grietas: fractura social, crisis climática, Estado securitario
El escenario que se presenta para los próximos cuatro años resulta complejo para la izquierda social. El representante del sindicato IG Metall, Michael Ehrhardt, ha sintetizado de forma contundente el problema en una entrevista que mantuve con él: si los sindicatos quisieran detener a la AfD, tendrían que «demostrar que es posible enfrentarse con éxito a los ricos y poderosos y conseguir la redistribución de la riqueza. Actualmente el problema clave es que muchos trabajadores ya no creen que eso sea posible».
En este sentido cabe plantear que la estrategia antifascista más importante consiste en incluir de forma eficaz en la agenda cuestiones referentes a la redistribución. Eso es algo que se ha logrado plenamente en los últimos años por lo que respecta a la explosión de los precios de los alquileres, que ha sido tema de las luchas sociales (últimamente sobre todo con la campaña Expropiar a Deutsche Wohnen & Co.), pero también de la campaña electoral del partido Die Linke. Sin embargo, las dudas sobre su propia capacidad de lucha han llevado al sindicato ver.di a renunciar a llevar a cabo una gran campaña reivindicativa de derechos laborales en los servicios públicos que, además de reclamar mejoras salariales, también habría podido evidenciar la catastrófica situación de la previsión social básica y haber movilizado a casi tres millones de empleados para conseguir una sociedad diferente. A esto hay que añadir que, en el futuro, los medios de comunicación privados (¡y públicos!) también harán todo lo posible por utilizar la cuestión de la migración como canalizadora de la insatisfacción social y velar la cuestión de las relaciones de redistribución entre arriba y abajo.
Los inmensos recortes sociales que se esperan a pesar de haber aflojado el freno a la deuda, podrían ser un punto de partida para organizar una contramovilización. La CDU ya ha anunciado que refinanciará el incremento vertiginoso de los gastos de armamento. Pero, como también descarta las subidas de impuestos, la presión sobre los recortes irá en aumento. En una situación así solo puede surgir un movimiento social antagonista cuando la política de rearme también se aborde como problema.
Mientras entre la ciudadanía predomine la idea de que los consorcios armamentísticos defienden “nuestros” derechos y libertades sociales, amplias capas de la población estarán dispuestas a dar prioridad a los intereses nacionales frente a los intereses de clase. En este contexto Die Linke tiene que conseguir que la gente entienda que el militarismo procedente del exterior no se puede detener con una militarización desde dentro y que jamás se ha hecho política progresista al lado de los consorcios de armamento y del ejército federal. Actualmente gran parte de la izquierda social y de las bases de los sindicatos están muy lejos de esta postura.
La crisis ecológica también podría retornar muy pronto como segundo tema movilizador. Es cierto que el movimiento por el clima parece haber sido desbancado del debate público. Pero eso es algo que puede volver a cambiar rápidamente debido a los previsibles fenómenos climáticos extremos. Este campo tiene una importancia crucial para el partido Die Linke, pues debe posicionarse a tiempo como referente político competente. Teniendo en cuenta que Los Verdes, como partido burgués, encubren la interrelación entre los modos de producción capitalistas y la crisis climática, solo queda Die Linke como altavoz de la crítica ecológica. Es el único partido que puede articular lo evidente: si no abandonamos el imperativo de acumulación capitalista, el proceso de destrucción de los fundamentos naturales de la vida seguirá acelerándose. Para poder defender esta posición, Die Linke tiene que elaborar un análisis materialista de las interrelaciones metabólicas. Debe señalar una y otra vez que la crisis ecológica es el resultado de un modo de producción concreto del que son responsables esencialmente las clases dominantes y que además tiene unos efectos más devastadores para las clases con menos recursos que para las clases pudientes. De esta forma podrá evidenciar que aferrarse al statu quo, como difunde la derecha, supone un ataque a los fundamentos materiales de la vida.
Finalmente, un tercer campo en el que podrían extenderse los conflictos sociales bajo la nueva coalición es la cuestión de la represión por parte del Estado. Hasta ahora en Alemania, apenas se ha discutido el hecho de que algunos de los movimientos de masas más importantes de los últimos años se han producido a raíz de la violencia policial. Se estima que, en el año 2020, las protestas del movimiento Black Lives Matter sacaron a las calles de EE.UU. entre 15 y 25 millones de personas. En Francia la clase proletaria plurinacional de las banlieues reacciona periódicamente con levantamientos ante asesinatos a manos de la Policía, y la destitución electoral de los gobiernos neoliberales de Chile y Colombia en 2022 fue fruto de meses de protestas contra la represión del Estado. Hasta ahora las cosas han sido diferentes en Alemania, aunque la violencia policial también es un problema de gran envergadura en nuestro país. El año pasado murieron 22 personas por disparos de la Policía. En 2023, en Francia, cuando todo el país debatía sobre la muerte del joven de 17 años Nahel Merzouk, hubo 13 casos. Según un estudio actual de la Universidad de Bochum, en Alemania hay que contar con la existencia de más de 12 000 casos sospechosos de violencia policial ilícita.
Los grupos de abolicionistas y de migrantes[4] consideran que este fenómeno está estrechamente ligado al régimen de fronteras de la UE. Para ellos la violencia policial contra una población pobre y predominantemente migrante y la obstaculización de la inmigración «irregular» que huye de la pobreza son dos caras de una misma moneda, que además están en el centro de la política de extrema derecha. De hecho, apenas hay otro objetivo político al que la derecha dé una importancia comparable a la que atribuye al rearme de los aparatos de seguridad y al blindaje racista de las fronteras. Si Die Linke quiere atajar con éxito a la AfD, no solo debe esgrimir argumentos «humanitarios», sino que debe dejar al descubierto la política de clases que encierra la agenda de la extrema derecha. Porque lo que le importa a esta es cercar a unas supuestas «clases peligrosas» mediante el desarrollo de instrumentos de represión y enmascarar los contrastes sociales entre arriba y abajo.
Este es un terreno difícil para Die Linke. Como partido parlamentario y reformista es ajeno a él pensar y actuar fuera de las categorías del Estado-nación. Sin embargo, la defensa del Estado de bienestar[5], como recalca, por ejemplo, la presidenta de Die Linke, Ines Schwerdtner, entra casi inevitablemente en conflicto con las relaciones de clase globalizadas, tal como se manifiestan en la migración. Porque, desde un punto de vista histórico y económico, el Estado de bienestar se basa en la existencia de unas relaciones de desigualdad globales y en la diferenciación ente clase autóctona y clase global. En este contexto sería necesario llevar a cabo una reflexión estratégica sobre cómo se puede crear una previsión social básica que no esté jerarquizada conforme a la idea de Estado-nación. La existencia de la organización mundial para la alimentación FAO o la organización mundial de la salud OMS nos indica que es plenamente factible idear este tipo de estructuras.
[1] Todas las citas que aparecen a continuación se refieren, mientras no se indique lo contrario, a este acuerdo de coalición.
[2] Hall Stuart/Critcher, Chas/Jefferson, Tony/Clarke, John/Roberts, Brian (1978): Policing the Crisis. Mugging, the State, and Law and Order, Londres. [Gobernar la crisis. Los atracos, el Estado y «la ley y el orden», Traficantes de Sueños, Madrid, 23 de noviembre de 2023]
[3] Cf. la ponencia de Birgit Mahnkopf en la conferencia de RLS «Monster verstehen» [Entender a los monstruos] de noviembre de 2024. Mahnkopf utiliza ese concepto para dejar claro que las promesas «verdes», léase ecológicas, del Green Deal europeo quedarán sin cumplir.
[4] Los grupos abolicionistas se oponen al racismo y luchan contra las prisiones, la violencia policial y el blindaje de las fronteras. Toman como referencia la tradición de los movimientos negros que desde el siglo XVI han luchado contra la esclavitud y el capitalismo en las plantaciones. Consideran que la policía, las cárceles y otras estructuras violentas del Estado impulsan la fascistización. En lugar de eso, reclaman formas de convivencia en las que los conflictos se resuelvan de manera conjunta y solidaria.
[5] El historiador Robin Kelley ha analizado la problemática interrelación entre Estado de bienestar y exclusión a partir del ejemplo del New Deal estadounidense de los años 30. Según él, Roosevelt compró la aprobación de los gastos sociales respaldando el régimen de Jim Crow en los estados del sur (cf. la ponencia de Kelley «The Black Radical Tradition Against Fascism and Genocide: The Long Durée»). También se ha evidenciado la existencia de esa misma interrelación entre los gobiernos socialdemócratas y la política neocolonial europea frente al tercer mundo entre los años 60 y 80.