Segovia, ciudad tensionada: Quién gana y quién pierde en la crisis de vivienda

En la ciudad capitalista, los usos del espacio están determinados por su capacidad de generar rentas. Para los inversores, modificar esos usos es siempre una tentación y una prioridad, ya que puede implicar un aumento considerable de los ingresos, llegando en algunos casos a multiplicarlos por dos o
incluso tres cifras. En esto consiste el arte de la renta.

La brecha de renta es la diferencia entre la renta que una propiedad genera en un momento dado y la que podría generar bajo otras condiciones. Cuanto mayor es esa brecha, mayor es la presión para que los propietarios transformen los usos del inmueble. ¿Quién no querría ganar más simplemente cambiando el destino de una propiedad? El geógrafo marxista Neil Smith convirtió esta idea en una de las teorías más influyentes para explicar el desarrollo urbano en las últimas décadas. Ahora bien, ¿cómo se incrementan las rentas al cambiar los usos?

Los procesos de gentrificación son un buen ejemplo de ello. El suelo y las viviendas de un barrio tienen un valor determinado —lo que se conoce como renta capitalizada—, pero el potencial de esa renta puede ser mucho mayor. Incluso puede dispararse unos cuantos dígitos por encima si se logra reemplazar a la población actual por otra dispuesta a pagar más por las mismas propiedades. Para que esto ocurra, el barrio debe volverse atractivo para ese nuevo perfil de habitantes con un poder adquisitivo superior. En ese momento se activan procesos de transformación urbana para rediseñar el barrio, en los que intervienen tanto el capital público como el privado. Se realizan intervenciones sobre edificios, viviendas, comercios y el espacio público con el objetivo de adaptarlos a las necesidades de los futuros residentes.

La apertura de un museo o una universidad suele formar parte de estas estrategias, especialmente en barrios muy degradados. Atraer población con mayor capital cultural es una forma de atraer población con mayor capital económico. Los resultados son la subida de precios y los propietarios pueden obtener mayores beneficios por sus propiedades, pero a costa de la población que antes residía en el barrio, que ya no puede afrontar los nuevos precios y, en consecuencia, se ve expulsada. Más recientemente, el proceso de turistificación también ha abierto nuevas brechas de renta. Tras la crisis financiera de 2008, el turismo desempeñó un papel central en la recuperación económica global, lo que provocó el auge del turismo en la mayoría de ciudades. Pero, ¿dónde iba a alojarse esta nueva masa de visitantes? Para los caseros, la respuesta fue evidente: una vivienda alquilada a través de una plataforma como Airbnb genera más renta que una alquilada a residentes locales. Además, este tipo de tenencia ofrece mayor flexibilidad y control sobre la propiedad.

Por eso, desde hace más de una década, caseros e inversores vienen transformando sus inmuebles en alojamientos turísticos. Este proceso se produce a costa de los inquilinos, que ahora compiten con los turistas por las mismas viviendas. Y ya que la capacidad adquisitiva del turista suele ser superior —aunque solo lo sea durante el tiempo que dura su viaje—, la industria turística acaba quedándose con los pisos. De este modo, se reduce la oferta de vivienda en alquiler mientras los precios no dejan de subir. A todo esto, hay que sumarle los efectos del proceso de reestructuración del capitalismo global tras la crisis de 2008. Este proceso presenta una doble dinámica. Por un lado, ha impulsado el auge de la vivienda como activo financiero y, por otro, ha favorecido la creciente concentración de propiedades en manos de inversores, que no compran para habitar, sino para obtener beneficios. Desde entonces, la adquisición de vivienda no residencial ha sido el principal motor del mercado inmobiliario, empujando los precios al alza y desvinculándolos progresivamente de la economía real del país y de los ingresos de los hogares.

Esto ha provocado que el acceso a una vivienda en propiedad se haya vuelto inalcanzable para una parte cada vez mayor de la población, quienes a la vez se enfrentan a un mercado de alquiler depredador. Vivir de alquiler en un contexto especulativo supone habitar un contexto de precariedad habitacional permanente, donde los inquilinos se ven forzados a cambiar de vivienda cada pocos años y a destinar una proporción creciente de sus ingresos al pago del alquiler. Como resultado, en la última década la mayoría de quienes vivían de alquiler han sido expulsados de sus hogares y, en muchos casos, desplazados hacia otros barrios. «Hay vida más allá de la M-30», dice una publicidad de Idealista colocada, justamente, en la propia M-30 de Madrid. La idea de que no todo el mundo tiene derecho a vivir en el centro ha sido un discurso recurrente por parte del bloque rentista, que lo ha utilizado para legitimar tanto las expulsiones como la subida de precios. Por consiguiente, zonas de la ciudad cada vez más amplias —especialmente en el centro— pasan de estar habitadas por residentes a convertirse en espacios consumidos por turistas, nómadas digitales, expats, estudiantes internacionales y otras formas de población flotante, que no buscan establecerse a largo plazo. En consecuencia, el tipo de ciudad y de espacio que estos perfiles desean es muy distinto al de quienes aspiramos a vivir y arraigarnos en ella.

Estos procesos han provocado expulsiones masivas de la población desde el centro de la ciudad hacia las periferias. Ahora bien, la llegada de nuevos residentes a esos barrios periféricos también ha acarreado, a su vez, procesos de transformación y expulsión, lo que empuja los precios al alza y dinamiza el ciclo. Todo ello ha ocurrido dentro de un circuito de inversión inmobiliaria de carácter especulativo que incrementaba los precios en todas las zonas de la ciudad e intensificaba las dinámicas de expulsión hacia los corredores de Guadalajara y Toledo. Ávila y Segovia, las otras dos capitales provinciales que rodean a la capital, parecen haber experimentado de manera mucho más suave y gradual estas tensiones al abrigo orográfico de la sierra de Guadarrama.

Este estudio publicado por la Rosa-Luxemburg-Stiftung revela en la especificidad de Segovia el desarrollo reciente de una realidad mucho más cruda. La expansión del campus de la IE University en Segovia está alterando y poniendo en duda su propia esencia como ciudad, entendida como un espacio de convivencia articulado por y para sus habitantes. Por desgracia, hoy en día son sus visitantes quienes la definen. En tan solo unos años, el número de estudiantes de la IE (Instituto de Empresa) en Segovia se ha duplicado, pasando de 1 534 en 2019 a 3 923 en 202. Según el informe, el 94 % de estos alumnos son extranjeros, alquilan mediante contratos de temporada —con una duración media de nueve meses— y pagan una renta mensual media de 1099 euros por persona. En contraste, un estudiante del campus de la Universidad de Valladolid paga un promedio de 376 euros al mes. La diferencia de renta entre ambos perfiles de alumnos es espectacular, y una gran oportunidad de negocio para quien pueda explotarla. La propia universidad ha sabido capitalizar este mercado a través de la apertura de sus propias residencias, y ha firmado acuerdos con otros actores del sector inmobiliario para explotar este negocio, tal como señala el informe.

La llegada de la IE University supone una auténtica conmoción en el mercado inmobiliario local. Atraer a personas dispuestas a pagar esas cantidades por un alquiler provoca una explosión de precios. Desde la perspectiva de la brecha de renta, lo que cualquier casero desearía es expulsar a sus inquilinos actuales para alquilar la vivienda a un estudiante de la IE: eso le garantiza mayores ingresos y, además, un mayor control sobre la propiedad. Este fenómeno no solo afecta a quienes alquilan viviendas de forma directa a estos estudiantes, sino que permite al resto de caseros subir los precios aprovechando el efecto que este nuevo perfil de inquilino tiene sobre el mercado.

De este modo, la especulación y el rentismo están configurando una nueva geografía territorial. Segovia ha dejado de ser un territorio con una tendencia secular a la baja en las rentas inmobiliarias y que únicamente emite población desplazada. Se ha integrado rápidamente en tendencias globales tales como el surgimiento de plataformas como Airbnb y la proliferación de universidades privadas. Este fenómeno cuenta con la complicidad tácita, y en ocasiones explícita, de las administraciones públicas en todos sus niveles (Gobierno Central, Junta de Castilla y León y ayuntamiento).

Este es el proyecto que ante la inacción de las administraciones termina diseñando la gobernanza para ciudades como Segovia. Territorios cada vez más expuestos —y más integrados— en sus dinámicas especulativas. Así es como el rentismo va moldeando los territorios y las vidas de quienes los habitan,
incorporando incluso a aquellos lugares que hasta hace poco parecían quedar al margen. Porque, no hace tantos años, a muchos segovianos les habría parecido inimaginable que miles de estudiantes internacionales llegarán a su ciudad pagando alquileres de más de mil euros al mes.

El principal problema del desarrollo urbano basado en el rentismo es que genera grandes beneficios para quienes pueden capitalizar las rentas inmobiliarias mientras empobrece al resto. A medio plazo, los efectos sociales sobre la población local son evidentes: el aumento del coste del alquiler, mayores
dificultades para acceder a una vivienda y expulsión de sus propios barrios, e incluso de sus propias ciudades, hacia municipios colindantes que se transforman en nuevas periferias. Pero no solo cambia el acceso a la vivienda: también se transforman los comercios, el espacio público y los vínculos sociales
que se tejen en la ciudad. En última instancia, cambia el entramado y la identidad urbana hasta el punto de que sus habitantes dejan de reconocerse en ella.

Sin embargo, existen soluciones, y esta forma de desarrollo urbano, económico y social puede cambiarse y revertirse, como señala el informe. Porque, si se modifica la regulación, también es posible apostar por otros modelos de ciudad basados en el derecho a la vivienda, la planificación democrática
y el bienestar colectivo.

Javier Gil es Investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y del Grupo de Estudios Críticos Urbanos (GECU)

 

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